Será porque mi primera infancia la pasé en las aulas de ballet, o porque fui adolescente durante el primer boom de las redes sociales, o porque soy mujer en esta sociedad, o simplemente porque así funciona mi cerebro; será por lo que sea, pero tengo el terrible hábito de compararme. Es un hábito que no le sirve a nadie, pero menos a mí. Me comparo con todas, pero las redes sociales me han dado un acceso directo a perfiles hegemónicos que facilitan este hábito.
Entro a cualquier red social y veo mujeres que a simple vista parecen empoderadas, plenas y perfectas. Es una mujer que claramente tiene su vida resuelta por ella misma: hace ejercicio y está en forma, trabaja en algo que la llena porque no se equivocó al elegirlo, tiene amistades profundas y reales, viaja por el mundo, y últimamente, incluso se da el tiempo de respirar y apapacharse. Es un perfil tan claro que parece epidémico, y me hace preguntarme una y otra vez qué tan cierto puede ser.
Parte clave de lo que hace a una that girl ser “that” es precisamente que no sepamos cómo lo hace. El éxito del perfil es que se pueda idealizar, y sólo idealizamos aquello que no conocemos. ¿En qué trabaja THAT girl? Es creativa —lo que sea que eso signifique— en algún emprendimiento propio, o en alguna consultoría de objetivos ambiguos. La mayoría incluso tienen dos o tres cuentas etiquetadas en su perfil, medallas de honor junto a su nombre que denotan lo dedicadas que son a sus pasiones. Otras sólo vislumbran su profesión cuando ésta sirve como vehículo para outfits interesantes o portafolios glamurosos. La chica it no trabaja en un empleo genérico que sólo sirva para pagar las cuentas. ¿Cómo viaja tanto? ¿Cómo logra tener cuerpo de atleta si, según su propio testimonio, se la vive trabajando? ¿Cómo se viste tan bien si es normal como yo? Es la fórmula que hizo de Emma Chamberlain un ícono de nuestra generación, y es lo que ha plagado las redes sociales de la mayoría de nuestras amistades. Una mente brillante empacada discretamente en el cuerpo de una chica que parece no esforzarse por ser genial, porque ya lo trae por naturaleza.
Pero, ¿todo esto es real? Lo más probable es que no. Lo más probable es que el arte que hayan perfeccionado sea el de la presentación impecable. No es mentira, pero muy seguramente es una exageración de la verdad en el peor de los casos y una curaduría de la propia vida en el mejor de los casos. Lo sé porque las conozco, porque las he visto escoger la foto que esconde la uña mal pintada o el zapato sucio. Soy testigo de quien muy intencionalmente hace parecer que ese viaje internacional es fruto solamente de su trabajo, sin explicar (porque no tendría por qué) que la mitad de eso fue pagado por gente con mucho dinero que no le pide nada a cambio. He visto el desastre emocional detrás de un sólo post sobre la paz mental y el decretar la vida que se quiere. El punto es que nuestra generación de “influencers” está plagada por este principio de describir sólo lo suficiente para que nuestra vida parezca de revista, de mitigar nuestra deshonestidad con el lema de que nadie merece conocer los detalles más íntimos de nuestra vida, pero sabiendo que eso significa esconder nuestra realidad detrás de una pantalla de humo. Eventualmente, tanta mentira es insostenible: o se vuelve real o ese perfil desaparece.
Creo que esto es el resultado directo de que crecimos entendiendo nuestra vida como un performance. A nosotras no nos tocó el nacimiento de las redes sociales, sino que ya entendimos nuestros primeros encuentros sociales dentro de ellas. Las mujeres menores de veintisiete años no conocimos una adolescencia sin elegir nuestra mejor foto, sin seguir tendencias, sin un perfil con nuestro nombre. Crecimos sabiendo que nuestros pasos podían (¿o debían?) ser inmortalizados en un lugar que eventualmente nos pudiera hacer famosas.
Me duele pensar en el impacto que eso tuvo en nosotras, en la presión incansable que sentimos por mantener esa fachada. Nadie vive pendiente de su presentación ante el mundo si no es por presión, por comparación, por ímpetu externo. Pienso en las películas que nos marcaron y no puedo evitar hacer la conexión entre lo que mostraban y lo que ahora idealizamos. Nos hemos emancipado de las historias de amor que nos pintaban como seres unidimensionales, pero caímos en las historias del éxito personal/profesional que nos aprisiona en la búsqueda interminable de la perfección a mano propia.
Idealmente, en algún punto encontraremos el balance entre las dos y descubriremos la riqueza de la comunidad y del amor fraterno que no se debilita con la honestidad, sino que se enriquece. Encontraremos la magia que surge después de conectar con quien somos de verdad, no con una versión idealizada de nuestro futuro que no podemos alcanzar, y compartiremos eso con aquellos a los que les importe conocerla. Mientras eso pasa, no le crean todo a las it girls de sus pantallas, y menos a las influencers.